miércoles, 31 de agosto de 2016

La sonrisa etrusca

"El viejo se está arropando. El olor de su vieja manta refuerza su visión de Brunettino correteando en el patio tras las gallinas o los gatos, mientras su propio rostro recibe la tibieza del sol filtrado por la parra.
   Ante ese horizonte, tan luminoso como la montaña misma, en vano la Rusca -adormecida, además, por el mbiscu- se remueve cambiando de postura en las viejas entrañas.
   ¿Qué importa la bicha? Nada, tras esta noche con un Renato recobrado y sensible a su sangre, digno del territorio mágico acotado por los deditos del niño. Esta noche del sur encendida en Milán para ellos solos. Ellos tres: raíz, tronco y flor del árbol Roncone.
   En los dormidos labios del viejo se ha posado, como una mariposa, una sonrisa: la idea que aleteaba en su corazón cuando le envolvió el sueño:
   <<¡Grande la vida!>>"

   La Sonrisa Etrusca, de José Luis Sampedro.


   Siempre sorprende cuando alguien se atreve a escribir con tanta sensibilidad. La Sonrisa Etrusca no es solo una muestra de la que tenía José Luis Sampedro, sino que es una novela con un vitalismo desbordante. Nacimiento y muerte son un canto a la vida, un nunca es tarde, una melodía que nos acompaña hasta el último aliento. Ese último aliento es el que merece tener la más amplia y etrusca de las sonrisas.

domingo, 21 de agosto de 2016

Primera experiencia aeronaútica.

   Cuando por fin se dignaron a comunicarnos algo en castellano, yo ya estaba preparado, con el cinturón abrochado y rogando a los dioses en los que no creía que mantuvieran aquel cacharro y todo lo que moraba en él a salvo de cualquier incidencia. Nos dieron instrucciones de como ponernos el chaleco salvavidas "en el improbable caso de que el avión aterrizara sobre el agua". Pensar que lo más probable era que el avión se fuese directamente al fondo del mar en tales circunstancias no ayudó a tranquilizarme. Así que intenté tomar ejemplo del individuo que leía un libro a dos asientos de mí, ajeno a la maniobra. No lo conseguí, y lo cierto es que cuando el cacharro aceleró para elevarse a los cielos, me agarré con firmeza al asiento. Dos horas y media después, cuando tomábamos tierra con un golpe seco y un frenazo contundente tampoco pude evitar asirme con fuerza a los reposabrazos. Esta vez también me fijé en el individuo lector de mi izquierda, que permaneció  inmutable pese a la sacudida. Llevaba más horas de vuelo que yo.
   Conclusión: Medio de transporte  rápido y necesario para largas distancias pero estresante desde que compras el billete hasta que sales del aeropuerto. Prefiero la pausa, el paisaje visto a ras del suelo donde eres más consciente de las distancias y tienes el tiempo necesario para hundirte en tus pensamientos. Sin nervios, sin prisa.