Al borde del acantilado
el mar rompía la tarde
y el viento abatía
las máquinas y la prisa.
El mundo era
una nota salvaje,
un contraste eterno
y un acertijo a solas
con el manto del cielo.
Allí los dioses caminaban
en forma de bruma
entre personas de barro
y la naturaleza
se confundía con los
caminos de la humanidad.
Una fuerza primitiva y vital
espoleaba la percusión de un pueblo.
Y viceversa.
En esa amalgama
de energías desbordadas
y voces sin reprimir;
eramos libres.
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