Al mirarme provocas ese efecto en cadena:
la inevitable inundación
seguida de la inoperancia verbal
con la que todas las palabras se me caen al suelo.
Me siento desarmado, torpe.
Entonces me agacho al suelo
e intento recogerlas,
recomponer el sentido de todas esas frases
que quería envolverte en papel de regalo.
Recapacito.
Lo más sensato es comerte la boca.
Empezaré por tu pedestal.
La idea es disfrutar el camino
en el cual iré preparándome,
asumiéndote con la lentitud de un caminante descalzo
que quisiera sentir la tierra mullida y húmeda
en la planta de sus cansados pies.
También me empaparé de ti,
del aroma que desprendas,
del sabor de tus rincones.
Y solo cuando haya llegado a tu boca
(y bebido de ella),
solo entonces mis ojos bailarán en los tuyos.
Y las palabras que tenía preparadas
ya no importarán, o al menos,
no importarán tanto.
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