jueves, 31 de enero de 2013

Breve cuento gótico-romántico

   Los sotanos del castillo eran tan oscuros e impenetrables que pocos se atrevían a bajar allí. Solo el conde tenía potestad para sumergirse en ese laberinto de túneles.
   
   Esa tarde de otoño de 1848, era una de las muchas en las que el ocaso adelantaba a a la noche entre las montañas. Los bosques que rodeaban a la fortaleza también tejían sombras entre las ramas de sus retorcidos árboles. La oscuridad acechaba al castillo. De una de las ventanas de la torre del homenaje se escapaba un débil resplandor. Se trataba del salón, donde el conde desde hacía horas tenía abierto un libro por la misma página. Rodeado de armaduras, cuadros de antepasados y estanterías repletas de polvorientos volúmenes, permanecía sentado con la mirada extraviada en el fuego que chisporroteaba frente a él, en la chimenea. Ni siquiera le sobresaltaron las campanadas que dio el monumental reloj de péndulo que había junto a la ventana. Consultó su reloj con parsimonia, comprobando que ambos estaban en hora. Luego se levantó y se dirigió hacía la ventana. Solo el negro bañando el bosque y las montañas. Entonces, sin saber exactamente por qué, cerró el libro que aún tenía entre las manos, dejándolo sobre las mesa. Poco después se encontraba frente a la familiar puerta de roble. Uno de sus criados le había preparado una antorcha que encendió con una lámpara de aceite que centelleaba sobre una mesita. La llama prendió enseguida. El conde metió la mano en el bolsillo de su chaleco y de él extrajo una gran llave oxidada. La encajó en la cerradura, haciéndola girar lentamente. Al empujar la puerta, esta lanzó un agudo quejido; como es propio de todas las puertas que dan a lo más profundo de las cosas. Con temor -casi siempre que bajaba allí lo tenía-  tenteó la entrada del pasaje. La luz de la antorcha intentó abrirse paso en el negro infinito que poblaba las entrañas del castillo, iluminando el principio de la escalera de caracol descendente. Bajar era un trámite didfícil para ver aquella parte escondida de la fortaleza. Nunca era agradable ese olor a humedad, ese olor a catacumba y piedra falto de toda presencia humana desde hacía siglos. Pero el conde dio un paso decidido y cerró la puerta tras de si. Nunca hay que dejar puertas abiertas cuando se cruza el umbral. Y menos cuando uno se sumerge en lugares como estos. Por eso, tras cerrar de nuevo con llave desde dentro, se quedó tranquilo y comenzó a descender a ese particular abismo de piedra. Bajó despacio, acariciando la pared con una de sus manos; notando el tacto rugoso y frio de la piedra, al teimpo que la llama de la antorcha bailaba en la oscuridad. Cuando no había ya más peldaños por descender, cuando no podía haber más profundidad; empezó a caminar. Así vagó sin rumbo aparente un buen rato por salas y pasajes envueltos en tinieblas, aunque inconscientemente siempre finalizaba la visita en el mismo lugar. La luz de la antorcha de vez en cuando descubría algunas cosas entre tantos mteros de piedra desnuda: Cadenas y argollas oxidadas, algún baúl de los que acumulaban cosas desde hacía siglos, restos de tapices y alfombras apiladas contra las paredes... El silencio mortal que parecía emanar de los muros podía ahogar a cualquiera, pero no al conde, acostumbrado ya a bajar allí, a transitar por los subterraneos al compas de su propia respiración. Entre aquellos mares de tiempo congelado, se abrían estancias en las que resonaban los pasos y los latidos del corazón, y sobre las que se alzaban bóvedas de cañón con frescos románicos o arcos ojivales góticos. De vez en cuando, de las paredes surgían figuras a la luz de la antorcha, que contemplaban al conde con los ojos fijos en él.  Toda suerte de vírgenes de expresión llorosa, santos y cristos; le clavaban sus miradas muertas, y los ojos de piedra parecían seguirle  hasta que de nuevo quedaban sumidos en la oscuridad. La cripta principal era una larga sala abovedada en la que las tumbas de los antepasados del conde acumulaban siglos de historia en forma de estatuas mortuorias. Avanzó lentamente entre el pasillo de sepúlcros, hacía el final, hasta donde acababa aquel desfile de muertos, donde solo quedaba hueco para una tumba: la suya. Allí, en la pared, el manto que cubría el retrato de ella acumulaba suciedad y humedad. El conde dejó la antorcha reposando en una argolla de la pared, a la entrada de su futuro sepulcro. Luego tiró del manto con decisión y el cuadro quedó al descubierto. Ahí estaba ella, majestuosa como siempre, como envuelta en el halo de un invierno de seda.. Desde luego el pintor había hecho un buen trabajo a partir de la estatua mortuoria y de algunas crónicas que el conde albergaba en la biblioteca. A la mujer se le derramaban sobre los hombros unos cabellos tan negros como el fondo de un pozo. Vestía una elegante túnica rojiza de corte medieval que le llegaba hasta el suelo. Solemne, sus ojos oscuros e incendiados, traspasaban al conde. La priemera de casa y el último de la misma reunidos en aquella celda de tiempo. Ambos se sostuvieron la mirada durante largo rato, hasta que la luz de la antorcha se consumió y quedaron sumidos en la eterna penumbra.

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